Seguimos en la Argólida, este pequeño área del este del Peloponeso. Necesitamos unos días para trabajar y avanzar con el cole. Llevamos muchos días de visitas. Muchos días poniendo toda nuestra energía en las ciudades y lugares que visitábamos, en esforzarnos por entender y comprender sociedades que nos son totalmente ajenas y desconcertantes. Necesitábamos tranquilidad. Necesitábamos bajar el ritmo. Y siempre que aparece esta necesidad de hacer un pequeño parón solemos buscar un lugar tranquilo. Donde podamos estar varios días sin mover. Así que llenamos agua hasta arriba y nos desplazamos hasta la playa de Labagianna, ubicada en el golfo Argólico.

Llegamos a la playa casi de noche y de pronto, como si lo hubiera soñado antes, y como si todos los sueños bonitos se cumplieran, Ame salió de la auto, sola, con linterna en mano y se aproximó a las rocas que la marea baja de la tarde había dejado al descubierto. Sin miedo. Sin titubear. Como si hubiera estado esperando mucho tiempo ese momento. Como si conociera a la perfección el lugar, la situación de cada roca. Con la decisión del que sabe perfectamente dónde va y lo que se va a encontrar. Se acercó a las rocas y, tras comprobar que todo estaba en orden, se subió encima de ellas y se puso a buscar la luna. Desde que era muy pequeña, siempre ha buscado la luna. Nos la señalaba y sus ojos reflejaban las estrellas cada vez que la veía. Todavía hoy nos sigue avisando de dónde está cuando la ve. La luna y Ame.

 

 

Transcurrieron los días tranquilos. A la playa de Labagianna se llega en coche. De allí no puedes ir andando a ningún atisbo de civilización y nuestro plan nunca fue mover la auto, por lo tanto, nuestra vida transcurría en la playa. Hacíamos cole, trabajábamos, y salíamos. Porque durante nuestros días en Labagianna el sol brilló, podría decir, que por segunda vez desde que entramos en Grecia. Estamos hablando de marzo. Llevábamos un mes entre nubes y lluvia casi diaria. Los días en Labagianna fueron justo lo que necesitábamos en todos los sentidos.

Y nos despertamos el tercer día de estancia en nuestra playa, porque sí, ya era nuestra en cierto modo, y nos fuimos a hacer lo de siempre. Habíamos terminado una pequeña jornada matinal de cole y trabajo y salimos un rato antes de comer a volar la cometa. Hacía viento. La cometa voló y estábamos contentos. Nos gustan las cometas. Y pasó como en Mary Poppins. La cometa se voló. Esta vez no fue a aterrizar en medio de un parque ni los niños se perdieron, como en la peli, por suerte. Pasó algo mejor. La cometa llegó a unas rocas que había al borde de la playa. Al ir a recuperarla vimos que sobre las rocas había pintada una flecha roja indicando hacia una dirección, en principio llena de rocas, pero en las que también vimos más flechas rojas. Y decidimos seguirlas. Tras un par de flechas más vimos un cartel que decía: "Franchthi Cave". Así que, onbviamente, eso se convirtió en nuestra plan de aquella mañana.

 

 

El camino de flechas

La emoción era enorme. ¿La sientes? Íbamos los dos niños y yo siguiendo unas flechas por un camino increíblemente bello, que recorría la ladera de una montaña, con unas vistas impresionantes al mar y un olor increíble a todo tipo de flores. Y lo mejor de todo era que no sabíamos qué nos íbamos a encontrar al final de esas flechas. Sólo sabíamos que iba a ser la Franchthi Cave. Pero, ¿quién la conoce? No sabíamos nada de ella y tampoco sabíamos cuánto tendríamos que caminar hasta llegar. Todavía a día de hoy no lo sabemos. No lo contamos. Íbamos tan felices disfrutando de esa maravilla que no reparamos en el tiempo. Los niños iban delante de mí. Jugaban a los exploradores, un juego muy típico en esta familia. Iban a explorar algo porque alguien les había llamado, avisándoles de la presencia de algo extraño que no conocían. Iban reportando a ese alguien todo el rato su ubicación diciéndole lo que iban viendo por el camino. Yo iba detrás escuchándoles y mirándoles. Después de la caminata, que no se hizo larga para nada, llegamos. A las puertas de la cueva hay unos paneles informativos. Uno de ellos nos hablaba de la fauna del lugar y otro de la historia de esta cueva, que, habitada desde el Paleolítico hasta el Mesolítico, es hoy morada de murciélagos.

¿Qué es y qué fue esta cueva?

La Cueva Franchthi, ubicada a unos pocos kilómetros caminando de la playa de Labagianna, ubicada en el Golfo Argólico, por un increíble y maravilloso sendero de flechas rojas, es una cueva prehistórica. Es exactamente esa cueva que todos imaginamos cuando pensamos en las familias de nuestros antepasados agrupados en torno a un fuego en el interior de una cueva. Es esa. La misma. 
Grande, muy grande. Con varias estancias. Muy bien refugiada. 
No hay construcciones humanas ni restos de pinturas, ni de petroglifos, como en otras que hemos visto. Pero sí hay un espacio claramente diferenciado, con una especie de puertecita en madera, que sirvió para guardar y cobijar al ganado.

 


El resto de la cueva, cuentan que más que vivienda humana, sirvió de alamacenaje de piezas de caza. Era muy importante que la caza no se estropeara. Si un animal muerto queda expuesto al sol durante mucho tiempo acaba pudriéndose y atrayendo todo tipo de insectos. Lo que buscaban con esta cueva nuestros antepasados era tener un lugar fresco, sombrío y escondido de otros depredadores, para almacenar sus piezas de caza, para que se mantuvieran en buen estaddo el mayor tiempo posible y así, seguir siendo aptas para el consumo humano.

Se estima que la cueva fue utilizada aproximadamente desde el año 20.000 hasta el 5.000 a.C, del Paleolítico hasta el Mesolítico. Es increíble estar dentro de este lugar y pensar que ha sido utilizado por humanos hace tantísimos años. 

Los científicos han encontrado dentro de la cueva materiales que proceden de la isla de Milos, que se ubica...ojo...a unos 140 km de este lugar. ¿Cómo? Esto indica que ya hace 20.000 años, estos humanos tenían las habilidades, la técnica y los conocimientos necesarios para desplazarse por el mar. Ya conocían rutas de navegación. Supieron ir y volver. Supieron transportar estos materiales, por lo tanto, ya tenían embarcaciones capaces de navegar con todo este peso encima. Es verdaderamente alucinante.

¿Y qué pasó después?

Después de pasarnos un buen rato en la cueva, imaginarnos todo y más, leer todas las explicaciones, y hacer 100 fotos, nos fuimos a deshacer el camino para volver a casa a comer. Sin embargo, en el camino de vuelta, descubrimos un pequño muelle en una playa muy minúscula, y de muy difícil acceso. Intentamos llegar a ella, con cuidado. Lo conseguimos. El lugar era una maravilla. El muelle era pequeño pero era totalmente privado, para nosotros solos. Teníamos un mar azul, de un color resplandeciente, cristalino, increíble, y con vistas a la isla de Koronida.

 

 

Era tarde y no podíamos seguir allí, teníamos que comer. Pero nos dijimos que después de comer, traeríamos la red de pescar, el cubo, la merienda y a papá y a Nemo para que pudiéramos merendar en ese muelle, pescando y viendo este espectáculo que teníamos delante.

Así sucedió. Por la tarde repetimos gustosos el camino de flechas rojas, pero esta vez nos desviamos en el muelle, antes de llegar a la cueva. Allí nos instalamos. Seguía vacío. Lo tomamos como nuestro. Como si fuéramos unos grandes conquistadores, esparcimos nuestras cosas por el muelle y cada cual empezó su actividad, unos la pesca, otros, como Nemo, se fueron a nadar.

 

 

Yo miraba el horizonte, y me regalé una puesta de sol que sigue en mis retinas, con música de fondo, que venía de Koronida. Los cuatro solos. Nemo nadando. Viendo el sol irse, tras las colinas de la Argólida, hacia la otra punta del mundo, donde, seguramente, ya habría alguien despertándose y esperándole para comenzar un nuevo día, ojalá que tan bueno como el nuestro.